Joan y Esteban, antes de la excursión.
Días de frío, noches glaciales. Estos días ha sido noticia que un grupo de personas sin hogar ha accedido a pernoctar en centros de acogida: unos 90 hoy y unos 70 anteayer. Si tomamos como referencia el último recuento hecho por voluntarios en Barcelona -la nochevieja de 2008– cada noche pueden dormir en las calles de la ciudad unas 650 personas. Esto no quiere decir que no disfruten de hogar sólo estas personas, sino que esas personas pasan la noche a la intemperie. Pero hay más que no disponen de hogar y que viven en residencias públicas o concertadas.
El ayuntamiento construyó, entre otros lugares en Barcelona, el Centre Residencial d’Atencions Bàsiques (CRAB) d’Horta, el 15 de noviembre de 2006, al lado de l’Avinguda de l’Estatut. Viven allí 30 personas día y noche, 15 más pueden desayunar, comer y cenar, además de participar en las actividades y talleres que ofrece el lugar, y otras 30 pueden usar el servicio de duchas y de atención sanitaria. Una de las condiciones para sacar adelante el centro fue acabar con el foco de personas indigentes que había en la Plaza Ibiza. Según el director, Miquel Pozo, ahora mismo “no hay ningún foco importante en el distrito que conozca”. Dos son las normas primordiales del CRAB, apunta Miquel: “Las reglas básicas de convivencia” y “querer cambiar tu vida”.
Joan Senent-Josa, de 62 años, residente del centro, biólogo y periodista de formación y profesión (cuando trabajaba), describe así el CRAB: “Este centro, para mí, ha sido mi tabla de salvación”. Conocer cuatro datos biográficos de Joan sepulta el estereotipo más atávico que alguien se pueda fraguar sobre la persona que por hache o por be se queda sin hogar. Joan (y pueden comprobar la veracidad de lo que afirmaré consultando a don Google) se licenció en la Sorbona, editó libros junto a Jorge Wassenberg, el director de Cosmocaixa, tradujo la primera edición al catalán de “El origen de las especies”, escribió un par de libros y dirigió la primera revista científica en catalán, Ciència. Revista catalana de ciència i tecnologia, además de escribir numerosos artículos científicos en la revista Triunfo. Uno de estos días hablaré con él con más tranquilidad.
En la foto, trabajos hechos por los residentes
Convergen muchas razones por las que estas personas han llegado al CRAB. Nadie vive aquí si la vida le ha marchado siempre a las mil maravillas. En general, varios desencadenantes acaecidos a la vez o en un lapso breve de tiempo desembocan a veces en tales situaciones: divorcios, muertes de allegados, problemas con drogas u otras adicciones, paro, enfermedades mentales, graves dificultades económicas, desahucios…
Esteban Micak, 66 años, de abuelos checoslovacos y padre croata, nacido en Mendoza (Argentina), también dinamita ideas preconcebidas y prejuicios. Micak hará de guía de una excursión por el barrio que persigue la huella del modernismo. Acompaño a un grupo de unas 16 o 17 personas de la residencia en este periplo. Micak recala por España desde el 77. Durante una treintena de años ha vivido de la pintura. Dos dibujos suyos se exponen en el Castillo de Larres, un museo de Huesca. Esteban nunca se había preocupado por lo económico, su vertiente artística y bohemia no congeniaba con los números. Se separó de su mujer y se quedó en la calle. Le apasiona la arquitectura, además de la pintura –a la cual no se dedica por necesitar de una intimidad de la que ahora carece, dice.
Enfila el grupo la Avenida de l’Estatut hasta llegar a la calle Campoamor con Rembrandt. Por el camino hablo con Óscar, chileno de 39 años, a quien no le gusta el centro –la única excepción que hallo- porque “no eres autónomo”, argumenta. El CRAB controla mucho las rutinas de los residentes: desde la hora de levantarse –a las siete y media de la mañana entre semana- hasta la hora de acostarse, desayunar, comer, cenar y ducharse. Los horarios cuelgan en tablones de corcho y armarios, al lado de las habitaciones. Incluso, por turnos, uno de ellos debe supervisar que nadie olvide sus obligaciones. Sergio, barcelonés de 52 años, con quien charlo hora y media después, casi al final de la excursión, afirma taxativo que es “bueno tener rutinas” para el cuerpo. Sergio pasó unos meses a finales de 2008 durmiendo en cajeros de Poble Sec. Camina ayudado de un garrote debido a una polineuropatía (“pies dormidos”, me aclara). Se le ve muy animado, optimista y contento de vivir en la residencia, justo en las antípodas de Óscar.
Pero volvamos a la calle Campoamor. Frente al bar Soto varios preguntan por la cruz que se levanta sobre la parcela de césped que hay al final de la calle. Sergio se dirige a Joan y le pregunta qué es. “Marcaba el fin de los términos municipales”, responde Joan, a quien por cierto es la primera y última vez que veo en la excursión. Esteban me esclarecerá después que Joan está nervioso porque dentro de poco cambiará de casa. El CRAB no es un lugar definitivo, forma parte de una planificación no rígida. Algunos, después, pasarán a una masía de convivencia –Can Plana, de “vida más normalizada”, describe el director-, y más adelante, otros, a pisos tutelados. La integración total, tal y como la conocemos, es decir, retornar al trabajo y vivir solo en un piso, existe pero casi no se da. “Faves comptades”, afirma Miquel. Bajamos por Campoamor y cada dos por tres Esteban se detiene ante alguna fachada. Describe rasgos de las casas modernistas: estucados, puertas y ventanas con rejas de hierro, líneas ondulantes...
Mientras descendemos me entretengo con Antonio Borràs, catalán de 57 años, que conoce a muchas personas en el barrio. Si Joan Senent-Josa y Esteban Micak rompen moldes, Antonio encaja en casi todos los tópicos. Me cuenta que no conoció a su padre, que recuerda haber empezado a beber con cuatro años, que no sabe leer ni escribir, que tiene –le robo sus palabras- “el cos fet una merda”, y que mantiene poca relación con su familia (dos cuñadas). Trajinó durante años con caballos por Barcelona. Recogía basuras en la ciudad cuando aún se hacía en carruajes. Le gusta la Sagrada Familia y el Tibidabo. No bebe desde hace dos años. Y hace dos y medio que vive en el CRAB.
Torcemos por la calle Rectoría y entablo conversación con Abdulai, de 34 años. Senegalés, está en España desde hace tres años y siete meses. Lleva dos semanas aquí y está enfermo del corazón. Entre la calle Salses y Eduardo Toda conozco a Elvira, de 56 años, que había sido peluquera. “Ja hi fa temps que no hi treballo”, manifiesta la única mujer que viene de excursión. A Elvira se le han muerto muchos amigos, me indica, en accidentes de coches y motos. En el CRAB hay cuatro dormitorios, todos con literas dobles. El número de plazas de cada una de las habitaciones cambia en función de los ocupantes del momento, pero hay un cuarto grande de 14 plazas para hombres, otro mediano de ocho camas también para hombres y dos más pequeños: uno de 6 para mujeres y otro de 2 para hombres. El orden, la sencillez y la limpieza reinan por doquier. De hecho, me sorprendió cuando en mi primer contacto con el centro, subí a la sala-comedor con el director y comprobé con qué atención y mutismo los residentes veían una película. Ya quisieran tal silencio en cualquier biblioteca de Barcelona. Pocas veces hay jaleo, pero sí que ocurre alguna vez, aunque no es la norma, manifiesta el director.
En Feliu i Codina, frente a la Unión Esportiva Horta, una retahíla de casas llama la atención. Esteban las describe como coloniales –levantadas por emigrantes que volvieron de Cuba, concreta- y señala que los huevos que coronan columnas y barandillas son propios del modernismo. Giramos por Mestre Dalmau, admiramos la casa de la bruja –Esteban la denomina así por el tejado con forma de pirámide y las aristas pronunciadas de la casa. Le pregunto que qué vivienda en la parte alta de Horta representa más el modernismo. “En Canigó, hay una casita modernista que no sale en las guías, está escondida”, confiesa sorprendido Esteban. La casa destaca por los cantos redondeados salpicados por porciones de cerámica, así como los mencionados huevos. Parece un homenaje al Parque Güell de Gaudí. Según Esteban, los propietarios de casas modernistas no pueden cambiar el mobiliario de dentro.
Ya de camino a la plaza Ibiza, en donde se dará por concluida la excursión, hablo primero con Igor y luego con Agustín. Igor, ucraniano, trabajó como soldador y tiene amigos en Sevilla. Afirma que durmió en la calle; “mucho en los cajeros”, indica. Agustín, de 74 años, proviene de Sants. Visita con frecuencia a una sobrina suya que vive por Plaza España. Le pregunto si le ha gustado la excursión y me contesta: “Si no m’agrada l’he de fer igual”. Al momento puntualiza que por lo menos así pasea.
Todas las personas con las que he hablado me han dicho que nunca nadie se metió con ellos mientras pernoctaron a la intemperie. Según datos de los estudios, no siempre es así. A un 41,9% se le ha amenazado, agredido o insultado, a un 40,3% se le ha robado y a un 3,5% se le ha agredido sexualmente. Aún hay más números: hay unos 2,5 millones de personas sin hogar en Europa, unas 20.000 en España (en ambos casos, en 2005); y unos 8.000 en Cataluña, en 2001. El recuento de nochevieja al que hacíamos referencia al principio –hecho por profesionales, Guardia Urbana y voluntarios- arrojó la cifra de que entre 1.812 y 1.836 personas no tenían hogar en aquel momento.
Carmen, la técnica y/o monitora de la excursión, clarificó las normas al principio de la salida. Que nadie se metiera en un bar ni que nadie entrara a comprar tabaco sin permiso, por ejemplo. En la plaza Ibiza, mientras algunos descansan en los bancos de la plaza, me explica que nunca han tenido ningún problema con la gente y que los residentes siempre la obedecen. Alguna vez alguien se pierde. Según Carmen, Joan –que se escabulló al principio- sabe volver pero, en cambio, a Jesús siempre han de ir a buscarlo a la Plaza de Catalunya, en donde vivió durante mucho tiempo. Para que actividades como esta o la de la película marchen, así como las rutinas de higiene diarias o el poner y quitar la mesa funcionen, en el centro trabajan voluntarios y profesionales las 24 horas del día los 365 días del año. Diez técnicos de integración social, cuatro educadores sociales, dos enfermeras y un trabajador social, sin contar el director, que también es trabajador social, velan por el CRAB de Horta y sus inquilinos. No hay un número definido de voluntarios sino que la institución cuenta con siete plazas, que se ocupan y distribuyen en función del número de personas que colaboran.
Jesús, quien ha caminado un poco despistado durante el trayecto, fuma unas caladas profundas de la pipa de Sergio, que se la ha prestado y descansa a su vera (foto). Ahora el grupo se mete con el gorro de uno. Otro más allá mira sin cesar el suelo. El resto ríe y dice que ya va buscando colillas. Carmen les dice a todos que pueden volver andando o en bus. Agustín corre que se las pela para cogerlo.
Enlaces de interés:
-Crab de Horta, tres años de servicio de las personas
-Estudio INE 2005
-Els nostres veïns del carrer
-Qui dorm al carrer?
-Resum de dades. Fundació Arrels
-Factors d'exclusió socials
lunes, 15 de febrero de 2010
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